Campo Libre

El quebranto de las almas

Alborotado el gallinerío sorprendió a la madrugada que sin más protocolo que cielos pardos, a tientas metió su escuálida oscuridad por todas las rendijas de la choza hasta tropezar con el camastro de tablas de pino sin refinar, empotradas con clavos oxidados y chuecos sobre troncos pelones de chijol, esa madera que no se pudre ni con el tiempo.

Roncos cacareos anárquicos daban la alerta de algo que rondaba en el potrero sin que pudiera definirse bien a bien. Sombras invisibles emboscadas en el pastizal, ruidos sordos y olores confusos; mezcla de estiércol de vaca y sebáceas anales de peregrinos canes pulguientos, ocultaban al merodeador.

Los gallos más viejos formaron línea de fuego frente a las tablas y palos de la estrecha entrada del gallinero, aleteando sin volar, pateando el piso de tierra reseca, dispuestos a jugársela. Ese fantasma husmeador, ladrón desvelado, tendría que entrar por ese hueco, y no porque el corral fuera una fortaleza, ni la techumbre de retacería de viejas láminas galvanizadas significara un obstáculo insalvable, sino porque la puerta era un decir.

El resto de la gallada, pollos y gallinas incluidas, no salían del pánico. Como si con sus gritos ensordecedores pudieran ahuyentar el atrevimiento de alguno de esos malditos depredadores que aprovechan la oscuridad para matar su hambre con las carnes correosas y escasas de las aves medio silvestres, pues sólo por las noches la pasan encerradas en el entramado de palos de sol, levantado a unos pasos del costado sur de la choza. Durante el día la gallinería traga insectos, hierbas tiernas y a veces gusanos que arrancan con las garras de las majadas de las reses, vigilada siempre en el zacatal por el ojo avizor de los machos lucidores de su plumaje coruquiento y retinto, coronados por crestas erguidas, tan rojas que parecieran sangrantes y que advierten la supremacía dentro de la parvada.

¡Qué remedio! Había que levantarse a oscuras y rápido, entrarle a la línea de fuego aunque sólo fuera armado con mentadas de madre en la intención, la lámpara más ciega que sorda y el machete rabón de las tareas diarias; no fuera a ser que la advertencia resultara cierta y nunca es momento para perder una gallina o un gallo de espolón, como los que ya han sido hurtados por la astucia de esos pinches animales que jamás sacian su apetencia.

La escuálida luz de la linterna apenas rompía unos metros de oscuridad, sin delatar presencia alguna ¡Hummm! Ni coyote, ni perros, ni cristianos rondan la palizada, ni el potrero.

La madrugada llegaba solitaria y el monte permanecía quieto, la vieja ceiba y el mango del achicadero, acusaban apenas en el follaje de sus copas la timidez del día.

Ya no tendría caso regresar al catre. El barbecho exige trabajo tempranero, las lluvias andan coqueteando por el horizonte y en una de esas se dejan venir.

Vente a tomar tú café, salió, simultánea al aroma del brebaje, la voz aguda y firme de la doña de la casa. Mujer escasa de estatura, con tantos años que ya les perdió la huella, más aún por la ausencia de canas en su cabellara tupida y larga. En el llamado imprimió cierta urgencia, era miércoles y los miércoles vende bien en la plaza de Poza Rica la fruta que cosecha por el camino, pero hay que llegar temprano. Los sábados baja al pueblo a vender sus costuras, servilletas y manteles bordados en colores vivos con motivos silvestres.

Pinche animal, nomás no pude verlo, segurito se metió en el monte del camino largo. Hay que estar pendientes por que al rato regresa, eso que ni qué, ya está cebado con las gallinas que se ha tragado el cabrón, dijo don Beto, más con la intención de que la mujer, su compañera de los años viejos, se ofreciera a cumplir con esa tarea de resguardar esa parte del patrimonio familiar.

Doña Vero no contestó. Su día ya estaba comprometido y con un poco de suerte podría regresar de la vendimia con unos ciento cincuenta pesos en la bolsa del delantal. Apresuró su jarro de café negro azucarado como miel y se dispuso a darse un toque de vanidad. Después de todo, la apariencia es bien importante en la venta. Un baño rápido con agua fresca y jabón perfumado, y varios cepillazos a la cabellera, para poderla domar y estrujarla en un chongo sobre la nuca. Supervisados, claro, frente al pedazo de espejo colgado en la pared de tablas de la habitación.

La pareja habla poco entre sí y ese día pintaba como cualquier otro, de no ser por el bullicio madrugador de la parvada. Don Beto tomó el machete viejo desgastado de tanto afilarlo y se cruzó la correa por la cintura. Por un momento dudó en mejor llevarse la hoja nueva que tenía colgada en el poste izquierdo del marco de la puerta. Sin duda era de mejor calidad, estaba forjada a mano y sus cachas de baquelita negra se veían bien macizas, bien balanceadas. No, no, mejor lo estreno en el chapón de los huizaches, se dijo para sí. Ahí sí que va a rendir el filo fino, rígido, de acero templado en aceite, con esos arbustos fibrosos, llenos de espinas, que se han convertido en una plaga por estos rumbos que no son los suyos.

La doña salió fresca y aromática, con la tina para pizcar sobre la cabeza. Signó su rostro con la Señal de la Cruz dibujada por su mano derecha demacrada y corta. También persignó la vivienda, para blindarla durante su ausencia.

Agricultor de temporal y peón de toda la vida, don Beto atravesó sobre su hombro derecho el cabo del azadón, se ajustó el raído sobrero para luego colgarse, también, una botella con agua de la poza donde tragan agua las vacas. Con la mirada revisó los espacios fundamentales de su choza. Para él estaban bien asegurados.

La puerta reforzada con palos de zapote y goznes de llanta, manufacturados por él mismo y remachados con clavos nuevos de cuatro pulgadas. Y para evitar tentaciones, como cerradura, una cadena de un cuarto atada con candado de cinco pernos, de los más caros. Una leve zarandeada con la mano comprobó la firmeza de la puerta. Las paredes de tabla y palos, aunque remendadas por todas partes, se veían resistentes y bien ancladas en el piso de tierra. Por la techumbre no habría de preocuparse. Recién la reparó con láminas de zinc calibre 14 y literalmente las cosió con grapas galvanizadas para cercado, a los morillos y otates de la estructura del techo.

Liberó las gallinas de su encierro y las arreó rumbo a la milpa. Las quería tener a la vista para mantener completa la parvada en número de 50 con todo y pollos. Ya representaban un buen capital que le permitía respaldar su incursión en las grandes ligas del préstamo a premio, con fuertes sumas de hasta mil 500 pesos a seis meses con 10 por ciento de rédito mensual. Y de esos tamaños ya tenía tres clientes bien cumplidores: no aportaban capital, pero muy puntuales en el pago del interés. Lo gordo de la deuda lo liquidarán en la cosecha, cuando llegue el otoño. Mientras, ya tiene en caja otros mil quinientos pesos, apenas hizo el corte la tarde del día anterior. Y si llegará alguno más a solicitar un préstamo mayor a esa cantidad, pues para eso está la gallinada, podría venderla rápido en pie o ya lista para hacer un buen caldo. Reponerla no sería problema, ya está en tratos para comprar cuatro cóconas que le servirán de incubadoras y bien le pueden cubrir hasta 20 huevos cada una. Un chinguero de pollos en una sola echada antes de que lleguen los fríos,  pensó mientras pastoreaba con la mirada sus animales, ajenos, éstos, a los planes cernidos sobre su destino.

Una, otra, otra y otra vez, la azada de don Beto, golpea irreverente y penetra hasta el ojillo en la tierra negra. Rompe las grietas cuajadas por la resequedad. Ya son varios días que por el lomo de los cerros se pasean nubes plomizas y quien quita nomás de repente se suelta la lluvia. Por eso la parcela, sin que llegue a una hectárea, debe estar floja, para que la nutra el agua.

El veterano campesino en su imaginación traza surcos sobre el empinado terreno, que labra hace unas diez primaveras. Hilillos de sudor marcan en su espalda diminutas cascadas que se detienen en el borde del pantalón, sujeto con un mecate plástico.

Los años le golpean duro la resistencia y merman el trabajo, ya no es como antes que los jornales tiraban a pequeños, como su talla. Ahora la talla es más corta y los jornales se hacen eternos, tanto que la cauda equina le pica en calambres desde la cintura hasta los talones, que lo doblan y casi le revientan los molares que se aprietan con energía para ignorarlos. Un poco de reposo y dos tragos profundos de agua sombreada le regresan el alma al cuerpo y lo animan a seguir en la labor. El azadón corta de nueva cuenta el aire y en trazo hiperbólico revienta los terrones, indiferente al deshidratante calor tropical que está por alcanzar el cenit.

La mañana ha perdido terreno en el día y las tripas de don Beto le recuerdan que el efímero desayuno quedó en la costumbre de ayunos prolongados. Es momento de regresar a la choza amurallada con otate y palos de sol, posiblemente ya haya regresado la Doñita y bien podrían almorzar unos frijoles negros de olla, caldocitos, recalentados, con cebolla de rabo rebanada y un chile verde a mordidas. Sopeados con tortillas recién salidas del comal de barro, blancas y consistentes. Total, más tarde, cuando el Sol deje de ser un infierno, le daría otra avanzada al barbecho.

Con silbidos breves, seguido uno de otro, arreó las aves de regreso a la palizada. A la corta distancia del lugar se dio cuenta que la puerta de su fortaleza estaba de par en par y el estómago le rechinó de coraje, siempre le ha dicho a la Doña que no la deje abierta… por lo que sea. Una puerta es para que esté cerrada, en defensa de la intimidad del hogar. Ni la riqueza, ni la pobreza son para exhibirse, mucho menos el lecho donde se conciben y paren los hijos. Alargó hasta donde pudo la zancada, rogándole al cielo que al llegar encontrara sólo el imperdonable descuido de su mujer y de ser así hasta dejaría a un lado el regaño obligado. El aislamiento del estómago hizo del vacío una angustia electrizante que le  apresuró los latidos hasta evidenciarlos en la piel torácica. Tres… dos pasos más y tendría a vista pronta el panorama del interior de la muralla, a la que confío el resguardo del negocio, bien oculto en la entraña de la vivienda.

No, no, no Diosito. No tiene porque… Fueron los perro, ¡qué otros! Fueron esos pinches animales. Donde estén en la cocina, ¡los mato¡ ¡Ay, ay, ayayayayayayay, qué puta madre pasó aquí!

La garantía, la seguridad de la que alardearon con la simple apariencia desde su compra la cadena y candado, se esfumaron en una quimera desoladora. Ninguno de los dos cancerberos acerados aparecía en el lugar encomendado. La puerta fue arrancada con furia desesperada y por la habitación pasaron demonios insaciables que no dejaron títere con cabeza. Del viejo colchón sólo quedaron jirones, lo destriparon para sólo encontrar borra gris que regaron por toda la tierra recién barrida del piso. El ropero y la cómoda no los pudieron romper, porque no existen en esta vivienda, pero sí arrancaron la repisa de cedro, que por años fue

Altar de una sola pieza de la santísima virgen María y San Antonio Abad. Patronos de la joven pareja de ancianos, por lo que les confiaron el resguardo del capital producto de los intereses cobro del premio por los préstamos. Pero fallaron, dejaron huir a los ladrones con el botín, y ellos quedaron seriamente lesionados en un rincón de la choza, desde donde observaron impasibles, tal vez temerosos, la brutal impunidad de los delincuentes, que arrasaron con toda la riqueza patrimonial de los ancianos. Por suerte la veladora apagó su flama al estrellarse contra el suelo, eso los salvó del infierno en tierra firme.

Desgraciados, sí desgraciadisisimos, también cargaron con el machete nuevo cuando ni siquiera le había afinado el filo con la lima de media caña, y con los bordados de la Doña, los tejidos que le comen la vista en la penumbra de todas las noches. Y algo imperdonable… ¡putos infelices, hijos de mala leche! Se llevaron el perfume que apenas le había regalado a su esposa, el único en su historia conyugal, ¡era de los más güenos!, de 50 pesos el frasquito en tono rosa mexicano y fragancia de grandes extensiones. Estaba nuevo, la doñita lo tenía atesorado para una ocasión muy especial en la que la gente pudiera apreciarlo entrelazado a su olor de anciana. Y para que esa fecha llegara tenía que pasar el verano y el otoño, y comenzar el invierno.

Los ladrones robaron la ilusión, la esperanza de salir de jodidos. De dejar de ser jornaleros. De ser gente. Porque el dinero hace gente a los pobres y les da derechos a ser vistos y tomados en cuenta… todo se fue en el botín, en la rapiña ¡Qué jijos…! Y ora nomás falta que se plante la seca.

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JUAN DANELL SÁNCHEZ

*Reportero mexicano especializado en temas agropecuarios, indígenas, de derechos humanos y desarrollo sostenible. jdanell@hotmail.com

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