Campo Libre

La mesa de los manteles rotos

Las horas se fueron lentas, con la calma, que no tranquilidad, de los condenados. Prolongaron indiferentes los retortijones que martirizaron todo el día al viejo Elpidio. Esos dolores broncos que devoran la boca del estómago y forman un vacío que jala por ahí la vida, hasta perderla en el laberinto de las tripas aisladas. Se llevan hasta las últimas fuerzas y nublan la visión.

Así permaneció acuclillado el viejo Elpidio en el solar de su choza, sin prestar atención a los aires serranos que braveros le inflaron la camisa, enfriándole los huesos. Recibió, así también, el baño de sol tempranero sobre su piel en extremo delgada, de arcilla prieta moldeada por la osamenta octogenaria.

Pensaba desde temprano en ir a la parcela a labrar, aflojar la tierra a golpe de azadón y arrancarle los quelites que bordean la milpa. Se daría un buen almuerzo con las hierbas silvestres que llegan a ser plaga si no se retiran a tiempo. Preñan la tierra más rápido que el maíz criollo. Por eso hay que sacarlos de raíz, como lo hiciera toda su vida, desde que tuvo fuerza para cargar la azada y chaponar a filo de machete. Nada pudo hacer ese día. Amaneció con la voluntad doblegada por el hambre y el ayate vacío. Ya tiene días que le dan los vaguidos al levantarse del petate. Tiene que regresar al lecho tan rápido como se lo permite la edad, para no caer de golpe. Ahora, como nunca lo sintió antes, le da miedo romperse un hueso de una caída.

No quiere verse como Andrés, el vecino de la ladera de enfrente, que, con menos años a cuestas, tropezó mero en la puerta del corral y en el azotón se tronó los huesos del antebrazo y astilló el tobillo izquierdo. Ahí estuvo el pobre, con el brazo colgado del cuello y la pata hinchada, por más de un mes, sin que pudiera, siquiera, arrimarse al fogón para comer. El huesero le dio tres buenas sobadas, con cebo de chivo y lo entablilló, pero eso nada pudo contra el frío de las noches y madrugadas, que le arrancaban gritos como de alma en pena, por las dolencias que le causaban en las fracturas los hilillos de aire helado que se cuelan por todas partes.

A la choza de Andrés, le pega el aire de frente, y es algo que nunca quiso ver, ni escuchar de quienes se lo decían: “ahí te va a chingar el aigre bien feo. Tas bien de frente a la cañada”, le dijo mil veces el viejo Elpidio, que sólo recibió en respuesta miradas secas y gestos agrios.

El anciano mixteco está convencido de que los mareos le están complicando la edad y la vida. No acaba de atinar qué apareció primero en sus años, sí la vejez o los desvanecimientos. Pero está seguro de que alguna de las dos, es responsable de que el fogón esté apagado y las cazuelas vacías, como su panza, a la que no logra ya adivinarle el comienzo ni el fin. Se guía más bien por el ladrido de sus tripas, que no lo dejan estar tranquilo por la noche, mucho menos en el día. Ahí, ahí, en el mero centro del rugido, es a donde aprieta lo más que puede la cinta con que se ata los pantalones, confeccionados en mil remiendos, para amordazar la voz del hambre.

 “Si no tengo comida ¿Pa’ que quiero el hambre?”, se dice para sí, a manera de consuelo, con mayor frecuencia por las mañanas de los últimos tiempos.

Mixteco y oaxaqueño de la Sierra Noroccidental, arraiga en sus modos de indio serrano lo que escuchó desde siempre cuando la situación se ponía cabrona y la cosecha no alcanzaba ni para la siembra siguiente: “no chilles mi’jo ya Dios proverá”. Ahora está viejo, los hijos hicieron su vida aparte, unos se fueron al Norte y otros caminaron para quedarse en Oaxaca, ya no les gusto la vida en los cerros. Por eso mismo, el anciano amarra a su mirada la esperanza de comer algo ese día, y la deja ir con rumbo a la milpa aunque no la alcance a divisar, pero la imagina verde y tupida, con elotes gordos que darán buen maíz… mucho maíz porque la témpora vino buena. Y eso hace que la Fe se apodere de su imaginación para relajarlo. Confía en que antes de que la noche robe todas las sombras del día, aparecerá Refugio por la brecha, en la cresta del monte. Procura no apresurar en su pensamiento ese momento.

Todo tiene su tiempo y Refugio tendrá que regresar de la labor  aunque ya sea en la tardenoche, con algunas tortillas y frijoles en el morral. Con suerte cargó algunos quelites de los más tiernitos, para el almuerzo de mañana.

Instintivo revisa de igual forma, en un barrido de ojeadas, que la leña y el ocote estén cerca del fogón, por si se llegaran a necesitar. Los tacos, caen mejor calientitos. Se evita el riesgo de un miserere y los aprovecha mejor la panza. “Dan más juerza que cuando están fríos y, además, no es de buenos cristianos comer el alimento frío”, eso lo sabe el viejo Elpidio desde que se quemaba paladar y lengua con el atole hirviendo que bebía en el menor número de tragos, en las madrugadas de su infancia, para no retrasar la partida a las labores en la parcela. Además, se ahorraba un chicotazo paterno para recordarle que debía apurarse.

En esos recuerdos se quedaba el viejo Elpidio por breves espacios cada que evocaba el sagrado momento de comer. Desde luego que tenía muchas más remembranzas, tantas que dibujaban a detalle su propia vida e historia de su gente, forjadas en aquellas laderas y cañadas frías la mayor parte del día y del año.

Cerró los ojos sin sueño, ni siquiera lo hizo para descansarlos. Desconocía lo que era tomar siesta. Para él, dormir era terminar el día: conciliar descanso y olvido. Archivar en lo más profundo de su ser las buenas y las malas vivencias del día, aunque ahora la vejez lo despierta, de vez en vez, por las madrugadas para recordarle el ayuno del día anterior y machacarle en el recuerdo los anteriores, tantos que  amenazan convertirse en costumbre.

El viejo Elpidio cerró los ojos, como lo hacía en los últimos tiempos, para no ver el paso del tiempo. Sentía que al dejarlo sólo, sin miradas escrutadoras, corría más rápido. Y, cuando menos, él mismo escondía su ansiedad, presionada por los cólicos que no cedían terreno al alivio. “Sin comida no hay descanso”, parecían decirle todo el tiempo con los gruñidos prolongados bien metidos en el abdomen.

Por eso mismo, permanecer en cuclillas le aliviaba un poco el malestar. Le daba algo de reposo, pero de ninguna manera ignoraba la presencia de su vieja compañera que ya era parte de él mismo, con sus manifestaciones atropelladas que le torcían las tripas, hasta ponerle a prueba la hombría y que le gritaban desde el bajo vientre “nos estamos tragando unas a otras… y si te apendejas te vamos a tragar”. Y dejaban escapar una tormenta de lamentos, símiles de las tempestades secas que reventaban el silencio serrano de las noches veraniegas. Era el hambre un ánima del Purgatorio que se cobijaba bajo la piel del viejo Elpidio, que nunca la había podido sacar de una buena vez para siempre de su existencia.

Sí, ese día el viejo Elpidio cerró los ojos y permaneció acuclillado a un lado de la puerta de su choza, de cara al monte, en su solar tan vacío como su estómago. Pausado plegó los brazos sobre las rodillas, con cuidado extremo, en busca de un empalme confortable. Poco a poco abrazó los prolongados nudillos, con tanta fuerza como se lo permitió el reclamo de sentirse asido por sí mismo, para mantenerse lúcido y saberse aún parte del crepúsculo que incendiaba el horizonte resplandecido sobre el lomo del cerro.

De esa manera pretendió con sus cortas manos oprimir, borrar, la indiferencia de las sombras que se alargaban, para largarse y abandonarlo en la zozobra.

Y así, con la soledad abrazada a su cuerpo huesudo, lo encontraron los vientecillos noctámbulos, helados como fino granizo de otoño, y le cortaron el rostro con el filo de las delgadas rachas incesantes que salían del monte, como fieras que caen sobre una presa fácil.

En la hojarasca húmeda, grillos y chicharras callaron su apetito hormonal. Hicieron del silencio un reinado a costa de su propia naturaleza… “Estrella de la mañana, ruega por él; Salud de los enfermos, ruega por él; Torre de Marfil, ruega por él; Espejo de Justicia…

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JUAN DANELL SÁNCHEZ

*Reportero mexicano especializado en temas agropecuarios, indígenas, de derechos humanos y desarrollo sostenible. jdanell@hotmail.com

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