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Los hijos de Anselmo

Y, ¿cómo arraigar a la gente en sus pueblos? ¿Cómo atar a los campesinos en los surcos, para cortarles las alas y evitar su migración a lugares lejanos y ajenos a su identidad? El campo en México vive la soledad acompañada de mujeres, ancianos y niños. Asidos a la esperanza de recuperar la serenidad perdida. Más olvidados cada día y distantes.

Esa es la historia de Anselmo que por tres o cuatro días, dejaba su parcela, un cafetal de pocos granos. Conseguía algunos pesos con vecinos y parientes, para viajar a la capital del país. Cargaba en su morral, de lana gris tejida a mano, una vapuleada carpeta de cartulina amarilla, envuelta a detalle y cuidado extremo, en una bolsa de plástico.

Las mejores ropas para el recorrido. Aquellas con menos remiendos, bien planchadas y aromatizadas por los residuos del detergente en polvo, que les quitó la tierra y el sudor. El sombrero de los domingos, de palma blanca, tramada en las tardes-noches, después del jornal, en el refrescante cobijo de la enramada frontal de la choza.

Muy de madrugada, con los primeros cantos de los gallos, Anselmo iniciaba el viaje.

Un día para llegar a la Ciudad de México y otro para retornar a la querencia. Dos más, perdidos en una sala de espera. Pero cuando lo que está en juego, es el único patrimonio generacional, el tiempo de viaje es lo que menos importa. Se puede ir hasta el fin del mundo, de ser necesario. Dejar de dormir y de comer.

No hay algo más valioso que la tierra, aunque su propiedad se cuente por surcos. Para tenerla hay que cuidarla, estar en ella, hablarle, preñarla con semillas de la mejor calidad seleccionadas por uno mismo. Verla parir, vivirla. Y esa, precisamente esa, fue la vida de Anselmo.

Los años aún no pesaban en él. Su origen Mam, daba fuerza suficiente para cargar por más de cuatro kilómetros, a lomo pelón, la cosecha de café en cereza, para sacarla al camino muy a tiempo, con la esperanza de ganarle lo más posible al precio.

Así se le veía, en el arranque del invierno, trotar por los caminos y senderos de La Patria, allá en la zona fronteriza de Chiapas con Guatemala, con sus bultos de ixtle, de los que sólo asomaban, visto por atrás, sus pantorrillas confundidas con la arcilla serrana. De frente, era una estampilla de musculatura tensa grabada en el costal.

Andaba a la vuelta y vuelta, ensimismado en el acarreo de su única riqueza: nueve sacos con cien kilos de café cada uno. Este es el producto de la tierra, en medida de tres hectáreas, que le peleaban los finqueros de la región, al igual que al resto del ejido.

En la capital su destino siempre fue la sala de espera en las oficinas de la Secretaría de la Reforma Agraria. De ahí nunca pasó. Ahí agonizó su esperanza de ser atendido. Los hijos se fueron. Todos jalaron para el Norte, sin dejar huella para seguirlos. Avergonzados por no reclamar su derecho a los derechos de apoyos para hacer producir la tierra.

Y en estos días, como en aquellos ayeres, las voces de quienes las tienen, dibujan la realidad con datos precisos.

El Profesor del Centro de Investigación y Docencia Económicas, John Scott cita datos específicos sobre el otorgamiento de los subsidios al campo, de esos recursos que pudieran arraigar a la gente en sus terruños.

Y en su decir revela que 10% de los grandes agricultores concentra 80% del Ingreso Objetivo, 60% de los subsidios a la energía eléctrica, 55% de los apoyos orientados al desarrollo rural (dentro del programa de Activos Productivos) y 45% del Procampo (el programa agrícola más grande en términos de presupuesto). De tal manera que un productor rico, del Norte del país, puede llegar a recibir hasta 8 millones de pesos anuales, casi 700 mil dólares, por estas subvenciones.

Claro que esto el Gobierno lo ve como algo natural y apegado a Derecho. Pues si alguien tiene grandes superficies de tierra, dijérase en tiempos anteriores Hacienda, como decir latifundio; pues justo es que reciba tanto dinero, porque, además, así lo marca la Ley que rige los programas de apoyos agropecuarios. Y esos grandes agricultores son minoría.

En la otra cara de este tema, independientemente del número de productores agropecuarios existentes en México, 80 por ciento posee parcelas de cinco hectáreas y menores a esa superficie. Son minifundistas, con terrenos de baja calidad para la agricultura. Por lo mismo reciben minisubsidios y miniapoyos que no llegan a mil pesos por hectárea anuales. Estos campesinos son mayoría, constituyen el grueso de los 24 millones de personas que aún viven y dependen, de alguna forma, del agro.

Será por eso que en el Estudio Económico y Social Mundial 2011, de la Organización de Naciones Unidas (ONU), se dice que en México cada año emigran 900 mil campesinos, en busca de mejores condiciones de vida. Porque, además de las escasez de apoyos, los efectos del cambio climático, las sequías específicamente; los dejan secos. Por eso mismo, cada vez son más los hijos de Anselmo.

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JUAN DANELL SÁNCHEZ

*Reportero mexicano especializado en temas agropecuarios, indígenas, de derechos humanos y desarrollo sostenible. jdanell@hotmail.com

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