Campo, la historia calcada
La constante para los labriegos, en los últimos 30 años, ha sido la pauperización del medio rural.
Por Juan Danell Sánchez
A veces pienso, cada vez con mayor frecuencia, que el tiempo se ha hermanado con la historia en una complicidad tóxica. Y es que los días, con sus meses y años, se van indiferentes uno tras de otro, como si los seres humanos, la sociedad misma, no existiéramos.
Horas, días, años se van con gran prisa. Cuando los arrancamos del calendario es porque con ellos se va lo que les corresponde de nuestra existencia: estamos más viejos y nos pesa más su transcurrir. Para ellos no tendría por qué ser de otra forma. Después de todo sólo miden el tiempo que se va y anuncian el que viene.
Somos los seres humanos, con nuestras actividades cotidianas, los que le damos sentido a su existencia y hacemos que unos sean más importantes que otros.
Para lo que nos han servido, a final de cuentas, es para decir “aquí estamos”, de una u otra forma. Vivos o muertos. Por eso mismo hay fechas que no se olvidan y nunca deberán ser olvidadas, aunque no aparezcan señaladas en los calendarios.
A pesar de los pesares guardan historias incrustadas en el tiempo, que por su intensidad de la locura humana, la propia historia de la sociedad moderna quisiera borrar.
En fechas anteriores, justo 35 años atrás, el mundo se convulsionaba, estaba en crisis, se decía, como hoy se dice, que las grandes economías se colapsaban y en aquel tiempo se culpaba a los comunistas de esos males mundiales, y también a todo aquel que exigía el respeto a sus derechos elementales de ser humano.
A quienes eso reclamaban, se les decía comunistas, como condenaron a Juan el Huasiscan en lo alto de la Huasteca Hidalguense, por defender sus derechos de Nahuatl sobre la tierra que le pertenecía, pero que para el criterio de los caiques él no tenía derecho alguno sobre ella.
Y lo mataron a palos. Así lo decidieron los dueños del poder. Había que dejar muy en claro que los indios, en este país, sólo son indios y que no valen más que una muerte denigrante: a palos, como se mata la rabia, como se mata el reclamo a la tierra, la rabia del reclamo de justicia, la rabia de un por su puta madre ya déjenos en paz.
Y al reclamo del Huasiscan siguen queriendo apagarlo por aquí y por allá, allende las fronteras, sin días y sin años, con caretas de humildad y bonos de confianza en los aparadores de la globalización. Pero en la montaña el fusil dice la última palabra, para conciliar con los pueblos serranos. Como en aquellos, nada viejos, tiempos.
Aquellos días, renacen a cada momento. Tienen vida eterna. Alimentan con su transcurrir los replicantes insanos del capitalismo salvaje; porque de lo bueno, que lo hay, sólo un poco aparece.
Las tres últimas décadas del Siglo XX fueron, particularmente, importantes para la vida del campo mexicano y para evidenciar la contundencia del fracaso de la Revolución de 1910, en cuanto a cumplir con los postulados rurales que le dieron forma a la revuelta armada: “La tierra es de quien la trabaja”. La justicia prometida a los campesinos se convirtió más en tormento que en aliento, para sembrar las parcelas.
Con la administración del presidente José López Portillo, literalmente, terminaron los días de los “gobiernos emanados de la Revolución”. Con Miguel de la Madrid Hurtado en la presidencia del país, se abrieron las puertas a la globalización y al libre mercado, que llegó de lleno a México durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari.
Y aunque en las esferas de la alta burocracia se mantuvo el discurso de reivindicación de los hombres del campo, la realidad ha sido aplastante, sobre todo en los gobiernos de Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa –con Enrique Peña Nieto, la situación permanece inmutable- toda vez que redujeron al campo a su mínima expresión. Acentuaron la concentración de la riqueza, en cada vez menos manos, y sumaron parias a las interminables filas de la miseria en el medio rural.
La constante para los labriegos, en los últimos 30 años, ha sido la pauperización del medio rural. Las historias que testimonian tales situaciones, algunas publicadas y las más inéditas, descarnan la realidad de México y matizan la derrota de una revolución que nació castrada. Sacan a flote la farsa de los discursos de los políticos y gobernantes, que resultan peyorativos, ante la vida cotidiana de la masa campesina.
Y aunque el tiempo sigue su curso inexorable, porque poco le importa lo que suceda a los humildes mortales, en este caso campesinos al fin, destinados a sobrevivir, a subsistir, a ser considerados el lastre del desarrollo del país y principal obstáculo para que México se incorpore al selecto grupo de países industrializados y, con ello, a esa neoaristocracia moralista, cursi e indolente: los esquemas desoladores, a los que han sido sometidos los labriegos, no pierden el hilo conductor. Miseria, tristeza, esperanzas quebradas y angustia, exilian la alegría y la felicidad a la que tienen derecho.
Las políticas de los gobiernos mexicanos en sus tres niveles; federal, estatal y municipal, proscribieron a la masa campesina de los beneficios y riquezas con que cuenta el país.
El despojo del que fueron objeto los hombres del campo durante el porfiriato, sólo cambió de forma, pero en la práctica es igual ahora que antes. Lo que se vive en el medio rural, no sólo de México, sino de América Latina, en particular de los países centroamericanos, revela que nunca ha existido en los gobiernos, intención de hacerles justicia a los habitantes del medio rural, independientemente de los partidos que gobiernen.
Guatemala es otro claro ejemplo de esta parálisis del tiempo en la justicia. El guatemalteco, es un pueblo desangrado, cuya historia se escribe con las letras del horror, la impunidad, la indolencia y el despojo a ultranza, hasta de la estabilidad emocional de esta gente, sobre todo de los indígenas, que son mayoría en aquel país.
Los años 80, del siglo pasado, marcaron la historia y el futuro del pueblo guatemalteco. La miseria y depravación humana, se dejaron sentir en su máxima expresión en las comunidades de la frontera Norte de Guatemala. Sellaron, para siempre, la memoria de los habitantes de esa parte de Centroamérica con hechos difíciles de imaginar, aún para las mentes más torcidas de esta sociedad.
Y es aquí donde la pregunta martilla la conciencia y hay que vivir con ella, asida a la existencia misma: después de tanta sangre, de tanto atormentar el alma y cancelar la esperanza de justicia y libertad, porque a los muertos aún no se les ha hecho justicia y sus ojos perdieron la luz sin ver la libertad. Después de los huérfanos y las viudas y viudos, que se contabilizan por miles. Después de la impunidad que todos los días se fortalece, y la simulación que sienta sus reales en todos los círculos de la sociedad. Después de la permanencia de gobiernos corruptos, saqueadores, ignorantes, cobardes y falaces; ¿valió la pena?
¿Valió la pena, para evitar la aniquilación de familias de pobreza eterna; el sufrimiento de indios y mestizos, campesinos y obreros, niños, niñas, ancianos, ancianas, mujeres y hombres de piel y sangre, que detuvieron con sus vidas las balas asesinas, los bombardeos en el monte y las serranías, y el envenenamiento de los abrevaderos, donde bebe el pensamiento y la conducta que ha de seguir la sociedad?
¿Valió la pena quedarse sentado tras un teclado, escuchando el clamor de los reprimidos, de los torturados, mentando madres, lamentando muertes, denunciando, archivando la depredación humana, luchando contra el rencor y el odio, que se puede sentir por impotencia?
¿Valió la pena todo eso; sí en esta tarde socarrona, en la que ni llueve, ni hace Sol, después de treinta y tantos años, el Gobierno federal, en turno, reconoce la matanza de miles de personas, y se jacta de procurar justicia, con lo que sólo deja de manifiesto su pequeñez para gobernar, horrorizar al país entero y criminalizar a la sociedad?
De qué sirvieron las almas en pena, el quebranto del espíritu por las fauces de la tortura y la vergüenza de declararse confeso con el cuerpo descarnado, apenas con el último halo de vida.
Dónde quedaron los masacrados sin nombre, porque nadie quiso saberlo, pero que su sangre avergonzó la dignidad humana y fertilizó la tierra donde cayeron boca abajo, matados por la espalda, con los brazos comprimidos por alambres de púas y las manos amoratadas, cercanas a gangrenarse.
Y es aquí donde la reflexión del tiempo y la historia deja en claro que el terror que hoy viven las sociedades hostigadas por gobiernos corruptos asociados con el crimen organizado es una copia fiel de los sucesos de los años 80, que por algún tiempo se pensó que ya habían quedado atrás.
Sin embargo, cabezas y degollados ruedan por las portadas de los diarios y las pantallas de televisión: la sangre y el horror vuelve a escribir sus páginas. Son el teatro de la miseria humana, se exhiben como fragmentos del poder castrado de inteligencia, que los lleva al abismo de la imprudencia. Son omnipotentes de la verdad oscura, de esa que lacera y destruye. Ahí se refugian.
Y entonces, ¿valió la pena ver, todo este tiempo, agonizar las sonrisas francas de justos e inocentes y calcinarse la honestidad en el entresijo de las luchas?
La historia nunca terminará de escribirse, quizás es temprano para darle respuesta a estas preguntas. Algo que no debe perderse de vista es que hay semillas cuya germinación exige sacrificios, cobra vidas, consume el tiempo sin apresuramiento, echan raíces profundas antes de brotar, parecieran desaparecer y no se percibe que viven, pero siempre están ahí, aunque muchas veces sólo se escucha el doblar de campanas rotas.