Del trueque a la crisis
Acá, en los cerros norteños de Puebla y sus vecinos veracruzanos, ahora sí, la crisis global, les pegó a los pobres de los pobres: la económica, anunciada desde tiempo atrás por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional; y la climática, de la cual no se ponen de acuerdo en cómo combatirla los gobiernos de los países ricos y los que andan en busca del desarrollo industrial… en la primera tampoco hay acuerdos. Pero de todas formas hacen sus Cumbres, que se antojan más que borrascosas.
Cuándo se iba a imaginar que en estas lejanías enmontadas y boscosas, los flagelos de sociedad urbana, de los hijos del mercado, llegarían a vencer las empinadas laderas para llegar hasta las rancherías asentadas en las crestas de las lomas y en las cañadas aún silvestres.
En estos lares, crisis, como crisis, que se diga “estamos en plena crisis”, pues no ¡Realmente, no! Aquí existen problemas ancestrales, de toda la vida. Los alimentos son mucho más caros que en la ciudad, algunos como el aceite, azúcar, frijol y maíz, cuestan hasta más del doble que en las ciudades… pero esto no es de ahora, es desde siempre.
Por eso la gente siembra su maíz y su frijol. Sólo compran, cuando las cosechas de plano vienen muy malas. Pero eso de que la economía mundial está en crisis y también el mercado internacional de alimentos, pues es cosa del Gobierno, “como sea, cuando les va bien, nunca le convidan a uno. Por acá eso no llega.”
Pero hay algo que tiene intranquilo a Gilberto, el peón de diez jornales a la semana: seis para el patrón y cuatro propios, y de eso se percató hace un par de años.
Apenas hace dos cosechas el maíz se podía quedar parado un buen tiempo, en el surco, sin que se picaran las mazorcas. Daba tiempo de pizcarlo sin mayor compromiso o gasto, para que durara limpio todo el año, sano y rendidor a la hora de nixtamalizarlo para las tortillas.
El maíz ahora se plaga en la mata y eso los obliga a comprar grano para salir el año. Situación que hace mella en la vida de los campesinos de esas soledades.
Y es que por estas laderas nutridas de hierbas verdes y frescas, aún bajo los soles de abril y mayo, el valor de los pesos perdió su lenguaje silvestre, perpetuo y conservador; más apegado al trueque, que a la expresión pura del mercado. Bien a bien los vecinos de las alturas montañosas, no saben por dónde les llegó esa modernidad.
Por años, los dineros producto de los jornales se ocupaban en comprar algunas prendas de vestir, huaraches o zapatos, herramientas de trabajo para cultivar la tierra o limpiar las milpas, propias y ajenas, aceite para guisar lo que hubiera, arroz, sal, azúcar…
Pero ¿Comprar maíz? Pues… sólo para sembrar. Y muy de cuando en cuando, para comer. Eso sólo porque las cosechas de plano vengan muy pobres, por temporales fallidos. Y entonces ni quien se fije en que el grano es mucho más caro, de a cómo se les paga a ellos en caso de tener excedentes.
Acostumbrados a que el trueque de las mazorcas por otros alimentos o enceres de trabajo, o ropa, o calzado, oculta el valor, expresado en pesos y centavos, de unos y otros; tomaban por bueno el resultado de la negociación. Sin que en ello se avistara el más mínimo rasgo de un trato justo.
Ahora, de un par de años a la fecha, la situación ha cambiado para estos campesinos de autoconsumo, de los que siembran su maíz y su frijol, para comer todo el año y se enorgullecen de arrancarle a las laderas hasta una tonelada del cereal por hectárea, ¡ese es el mayor logro por estos rumbos!
Ya no se puede dejar por mucho tiempo el maíz parado en la milpa. Como antes, que se pizcaba sin prisas. Ahí quedaban las cañas cenizas, con las mazorcas tronchadas y sus barbas castañas colgando en gruesos hilos resecos, incólumes, aún después de caer en las trojes, para ser aprovechadas en el transcurso del año.
Eso ya no es posible, porque las mazorcas se pican, les entra el gusano, sabe Dios de dónde salió el maldito, y rápido se echa a perder el grano. Por ello, las mermas, ahora, los obligan a comprar maíz. Y ahí, exactamente ahí, es donde está el problema, porque los comerciantes de aquellas regiones pagan a peso el kilo de grano y lo venden a seis pesos, aún cuando sea el mismo que compró en la región.
Para evitar, o cuando menos disminuir, las pérdidas; los campesinos tienen que acortar el tiempo de la pizca en la milpa propia, y con ello sacrificar días de jornal pagado, para almacenar las mazorcas polveadas con abundante cal, aunque ésta no es garantía fehaciente, para protegerlas de la plaga.
Y, la verdad, los tiempos no están como para desperdiciar los jornales… mal pagados; sí, como siempre, pero al fin de cuentas pagados. Ni tampoco lo están para dejar que la gusanera, que llegó de la nada, acabe con sus milpas.