Él y la Voz
Todos nacemos con la muerte adentro; siempre la queremos ocultar… la negamos, pero estamos ciertos que jamás podremos deshacernos de ella…
De pronto, así de la nada, se dio cuenta que estaba vivo. No sentía dolor. Sólo percibía el sudor nutrido, avinagrado, arrastrándose por todo su cuerpo, sobre su piel holgada, flácida, delgada como papel de china.
Dejó, entonces, que el restante de sus fuerzas se fuera. Sí, las dejó libres, para que buscaran cobijo en cualquier otro lugar. Él permaneció acostado boca arriba, como buscando las nubes aborregadas de los cielos que anuncian la primavera o las que anuncian las heladas de otoño. Pero su mirada y suspiros, se estrellaron en el gris de la losa. Hicieron más hondo aquel silencio, prisionero en esa habitación maquillada con hojas perladas, atrapadas con trazos profundos sobre el tapiz colombiano; de ese acabado antagónico que ni es papel, ni es plástico, y que la gente embarra sobre las paredes para cubrir la desnudez de los muros y engañar su propia realidad cotidiana.
Antes tuvo miedo.
Sí, eso lo sintió apenas unas horas antes de ese jueves, ¿o sábado? Ya le era muy difícil encontrar la diferencia de un día con otro; todos amanecían a la misma hora y se terminaban de igual forma: con la misma luz amarilla de cien watt, y las mismas cortinas indiferentes, camufladas en un otoño verde y desabrido. Irremediablemente escurridas sobre las ventanas de vidrio filtrasol: de esos cubre-espacios vacíos, medio hipócritas y burlones, que atoraban el paso franco de los rayos solares. Siempre matizando de noche la luz intensa y cálida, del mediodía.
Por eso tuvo miedo que se le pudiera olvidar despertar al día siguiente. Y por eso mismo, también, quiso sacar todos sus recuerdos. Hasta los más remotos. Aunque estuviesen escondidos en los armarios del olvido voluntario. Porque todos tenemos siempre algo que no queremos recordar, pero de todas formas lo guardamos.
Pero primero quería abrir las páginas de la alegría, para buscar en ellas alguna fórmula o algún brebaje que le diera aunque fuera una pizca de vitalidad. Que le reanimara las ganas de quedarse un poco más.
Y si habría de escudriñar en ese baúl en busca de consuelo… ¿Por qué no hacerlo, también, en ese oscuro y temido veliz de la tristeza? Después de todo, ¿qué sería de la alegría sin la tristeza: existiría? No. Así de sencillo.
Pero ahora el eco del pasado se apagaba con gran rapidez, con mucho temor de caer en las fechas célebres del calendario. De ese calendario que se come indolente la vida, sin prisas, pero inevitablemente.
“Quizá por eso mismo, pensaba, a lo mejor valdría la pena jalar el hilo de la infancia y atarlo a las sábanas, esas sábanas blancas y enfermas por el sudor, que lo envolvían desganadas y seguras de que no podía deshacerse de ellas. Las necesitaba. Dependía en mucho de esos cortes de popelina cien por ciento de algodón, según la etiqueta que las identificaba como de buena marca. Como si eso fuera garantía de que cumplirían bien su misión de mantenerlo vivo. Pero, no, esos cortes simplones y cuadrados no tenían mayor mérito que tratar de conservar la sana temperatura corporal.
Y es que el más ligero resfrío y tendría que platicárselo a las ánimas del purgatorio: ahí, en esa antesala, donde dicen los que hablan con los difuntos, que está lo más cabrón de la eternidad.
Pero no, prefirió darle vuelta a la página. Su infancia estaba llena de miedos y fantasmas. Los perros seguían ladrando a sus espaldas, mordiéndole los muslos cenizos, agotando sus fuerzas en esas carreras locas para huir de la banalidad callejera, de los canes pulguientos, hijos del hambre y guardianes de la miseria.
Y no estaba seguro de haber escapado totalmente de esa locura canina, ni de haber conjurado los fantasmas, que con la imagen más ruda de la violencia cotidiana del barrio, apuñalaban su sosiego interior todo el tiempo.
No, esas páginas ya estaban muy leídas, y siempre eran un tormento. Abrirlas ahora sería un horror. Pero, inexplicablemente, la idea de la muerte, se afianzaba con firmeza en el camino que habría de andar a partir de ese momento.
Ya no era el destino lejano y abstracto. Ahora se dejaba acariciar sin recato alguno por esa misteriosa, mitológica y tan temida señorona desdentada, que insaciable vive de la vida de los vivos y se alimenta de los miedos humanos.
Pero él ya estaba del otro lado de esa frontera. Antes que temerle, se dejó seducir, por la fina voz, invisible, de la muerte. Se acurrucó entre sus brazos y la vio de frente. No estaba pelona, ni descarnada. Tampoco exhibía dentadura alguna. Ni se cubría con el hábito de algún monje. Mucho menos traía a la diestra la pesada y estorbosa guadaña.
Más bien le pareció adivinar un rostro apacible, como de mujer hermosa, pero con rasgos duros, inmutables. La aceptó como compañera, para compartir con ella los sueños, los miedos, las alegrías y las tristezas.
Y fue hasta entonces que supo que en realidad toda la vida había compartido todo esto y más, con su muerte. Porque ésta, era su muerte. La suya propia.
Ahora estaba seguro que la muerte es particular. Cada quien tiene una.
Reflexionó, entonces:
“Mentira que la muerte ande buscando a quién llevarse, como si fuera ropavejero o pepenador, que seleccionan lo que habrán de recoger para sobrevivir.
“Tampoco es cierto que la muerte sea la todopoderosa”, se dijo para su adentro, mientras tragaba un poco de saliva espesa y elástica, como savia de nopal abajeño, para diezmar la molesta sordera que produce el silencio abandonado.
Pero, antes que el alivio esperado, un zumbido, semejante al de la vieja sirena de la cementera del barrio, clausurada por contaminante, hacía ya más de 25 años, le saturó ambos oídos.
En respuesta, cerró fuerte los ojos. Apretó los párpados hacia adentro con tal energía, que miles de luces se revolcaron en su interior, cambiando de color todo el tiempo.
Y así se quedó, más quieto que nunca, con la esperanza de burlar, a fuerza de indiferencia, ese ruido perturbador.
¡Ah…! Unos segundos después, como días sin terminar, el tormento desapareció con la inmediatez con que llegó. Y en su lugar, ahí en la misma profundidad del oído y de la conciencia, sentó sus reales una voz clara, armoniosa y tranquila. Dispuesta a conversar.
Y así lo hizo.
–¿Es cierto que la muerte llega cuando menos se espera? –aprovechó para preguntarle a la Voz, inquieto y temeroso de oír la respuesta que sospechaba.
–Todos nacemos con la muerte adentro. Aunque, siempre la queremos ocultar, como si nos avergonzáramos de ella. La negamos, porque no la queremos, aunque estamos ciertos que jamás podremos deshacernos de ella. Pretendemos ignorarla, pero estamos conscientes de que tomará su lugar, en sustitución de la vida, y esto lo hace, cuando tiene que hacerlo. Ni más temprano, ni más tarde. En el tiempo justo de cada quien. De cada vida –respondió cortante, pero amable, la Voz.
–Pero, si es tan justa y puntual, ¿por qué negarla, por qué rechazarla? ¿Por qué nos horroriza? –volvió a cuestionar a la Voz, que ya para entonces se había recostado, sin intención alguna, muy junto a su cuerpo melancólico y tieso.
–Quizá, –respondió la Voz– porque en la vida no se acostumbra la franqueza abierta, contundente. Ni se practica la honestidad directa, sin recovecos. Quizás, porque la muerte, es tanto como cambiar el sonido por el silencio, la luz por la oscuridad, el movimiento por la quietud, la desesperación por la tranquilidad, el miedo por la serenidad. Y porque con la muerte los sentimientos banales y las bajas pasiones, dejan de pudrir la mente, a cambio de la putrefacción completa y uniforme del cuerpo. Pero, sobre todo, porque se tiene que reconocer que cada quien le da forma a su muerte.
Que la muerte, es como la vida, nace con nosotros, dentro de nuestro cuerpo y nuestra mente y nunca deja de disputarse con la vida, la posesión del alma. No se aleja ni una milésima de su responsabilidad de acudir en el momento que la citemos, para que tome su lugar”.
–Vaya, ahora me vienes a decir que la muerte a la que tanto rehuimos, por considerarla ajena y exclusiva de los ancianos y los desgraciados, no anda tocando puertas o espiando por las ventanas, en busca de incautos, para sumarlos a la lista “de los que se van”.
–Entiendes bien y rápido. La muerte es la cara más franca de la vida, porque no se anda con rodeos. Está ahí, en los cuerpos, en el pensamiento, aunque no se le quiera aceptar y no sea convidada a los festines de aniversario y días célebres. Responde y actúa de una vez por todas.
Esas palabras calaron hasta el fondo de su conciencia. Verse diezmado, con el cuerpo envenenado sin razón aparente, y la piel holgada, escurrida, sobre lo que le quedaba de musculatura embarrada al esqueleto, y respirar ese aire proscrito en los olores agrios de su propio sudor y de los lastimeros aromas impostores de bosques y flores imaginarias, emanados de los desodorantes del retrete, lo llevó a ver en la muerte la parte más positiva de la existencia, porque no hay pena, dolor, ni enfermedad que se le resista. La sacudida que le dio la Voz, tan cercana a su existir, acomodó en su conciencia un nuevo arsenal de ideas. “La muerte, pensó entonces, no es como la vida que está llena de intrigas y confusión, que hacen de ella un temor perpetuo de que pueda llegar a su fin.
“Y en ese afán de mantenerla siempre fresca y plena, torcemos su existencia, –se decía a sí mismo–. Complicamos al máximo las reglas básicas, fundamentales, del proceso natural. No terminamos de nacer, cuando ya se nos está trazando el futuro con muchos años por delante, sin tomar en cuenta que a cada momento fincamos una nueva forma para destruirnos. Hacemos más penoso y triste el camino.
“Inconscientes, en nuestro hacer cotidiano, todos los días, todas las horas, todos los minutos, todos los segundos, invocamos la muerte, como si ella no supiera su responsabilidad…”
–Correcto, –le dijo la Voz, en la que se adivinaba el principio de una risa breve y satisfecha, con lo que cortó la meditación que él creía secreta.
Pero él la ignoró. No quiso atender más aquella voz que se le encimaba y le oprimía de pies a cabeza.
Prefirió regresar a sus recuerdos, como el de esa ocasión en que se decidió a cruzar su propia frontera: el día en que creyó vencer a su peor fantasma; ese día que enfrentó el miedo a la violencia física, aquel temor a los pleitos callejeros, en los que había que parar en seco a los vagos del barrio, trenzándose a madrazos de gratis. Así nada más. Por el simple gusto de saber quién era mejor para romperse la madre. Sin tomar conciencia de esa expresión salvaje, que deja salir al ser primitivo que busca liderar la manada.
Pero eso también dolía hondo. En aquellos momentos nunca pudo encontrar la razón del porqué en el barrio además de amanecer con el dolor que carcome el vacío de la boca del estómago y retuerce las tripas, como si quisieran anudarse para atrapar hasta lo que no cae en ellas: todo tenía que arreglarse a golpes. Hasta una mirada mal dirigida, sin malicia, era campo fértil para cosechar una madriza.
–Porque así es la vida, –volvió a entrometerse la Voz en la profundidad de sus reflexiones, ahora sí, envuelta en una franca risa irónica–, pero así la quieren todos, ¿qué le vamos a hacer?
–Y entonces ¿Cómo debería ser? –le replicó molestó–, no me vengas con esas máximas retóricas y simplistas, que de igual forma dicen que la muerte, es la vida eterna.
–No. Más bien son mellizas, que tienen una sola diferencia: la eternidad. Esa eternidad que todos anhelan, pero que buscan en el lugar equivocado. Todos quieren vida eterna y ése, precisamente ése, es el error.
“Por eso se complican tanto la existencia. Porque siempre están cavando donde no es, para encontrar tan preciado tesoro. Y la frustración los hace esclavos de la búsqueda, aunque saben, pero no aceptan, que siempre encontrarán nada en esos lugares.
“Pero ahí siguen necios, como si la necedad fuera virtud, humillándose ante la indiferencia de la vida, que se va en el momento que se tiene que ir y no hay poder humano que la detenga. Ahí siguen esclavos”, –concluyó la Voz y se fue, tranquila, como si no le importara su interlocutor, ni la charla que ella misma había iniciado. Simplemente se alejó y arrastró tras de sí las sábanas tibias, que poco a poco se fueron refrescando, sin moverse, sin sacudirse su calidad de sudarios, que las mantenía cautivas.
Nada de esto cambió la indolencia que reinaba en la habitación. Las cuatro paredes permanecían imperturbables. Indiferentes, inclusive, al vuelo zigzagueante y zumbador de una pareja de moscas negras y grandes como habichuelas, medias locas y atropelladas en su crucero monótono a media altura, por toda la habitación.
Y él estaba quieto y amarillento de cuerpo entero, luchando con todo por mantener consistentes los recuerdos. No quería olvidar. No debía olvidar. Pero… cada vez, le era más difícil ordenar el libro de su memoria. Todo se diluía. Las imágenes castraban los colores hasta quedar como estampillas lisas, monocromáticas. El silencio dejaba de atormentar sus oídos. Y fue por eso mismo que se aferró, entonces, a una sola idea y la privilegió por encima de todo y de todos: “no olvidar… no debo olvidarme de… Tengo que recordar ¿…?… ¡Por Dios, que no se me olvide…! octubre 2005”.
De la luna de octubre sólo quedaba un gajo bien recortado, colgado justo bajo el Lucero de la madrugada, y sobre la silueta difusa del eterno sueño de Iztaccíhuatl y Popocatépetl, su custodio enamorado, encuclillas y encorvado sobre sus rodillas, velando la esperanza milenaria, mitológica, del despertar de la doncella; que dicho en plata: ya estaba bien muerta.