Incoherencia alimentaria
En zonas indígenas las familias consumen por semana, tres litros de refresco contra 1.5 litros de leche.
Por Juan Danell Sánchez
El desarrollo no sustentable que prevalece en el mundo y el desperdicio, que es una de sus características más nocivas, son el origen de las grandes contradicciones crueles y por demás inauditas que vivimos. Mientras 1,100 millones de seres humanos están en la penumbra del hambre, cada año el desperdicio de alimentos significa 750,000 millones de dólares a nivel global: justo lo que se necesita para acabar con ese flagelo.
Es decir, tener una dieta sana y suficiente con la ingesta de frutas, verduras, proteína de origen animal (leche, carne, huevo), cereales (maíz, trigo, avena, arroz) y leguminosas (frijol, lenteja, garbanzo, soya), cuesta en promedio dos dólares diarios por persona (a precios actuales). Suma que multiplicada por el número de seres humanos que carecen de esta canasta básica, serían 2,200 millones, por 365 días del año, da como resultado 803,000 millones (de dólares).
El sólo tratar de imaginar la cifra en billetes de todas las denominaciones resulta harto difícil. Traducirla a lo que representa en kilos de carnes, huevo, leche, frutas o verduras, requiere de un ejercicio aritmético que exige paciencia.
Para el caso de los mexicanos, la suma referida equivale, en números redondos, al valor de la cosecha que se levantaría en nuestro país los próximo 25 años, donde, hay que precisarlo, los más pobres, y también los no tan pobres, cada vez consumen mayor cantidad de los llamados alimentos chatarra, que no son ni lo uno, ni lo otro; ese es un mote simplón de la mercadotecnia para encubrir su verdadera naturaleza: golosinas, frituras y bebidas que inciden directamente en la desnutrición, obesidad y enfermedades crónico-degenerativas en la población que ya los ha incluido como parte de su dieta diaria.
Y aunque poco se habla del tema, esos males repercuten en la degeneración de las capacidades humanas; cognoscitivas y productivas. Una persona mal alimentada ni aprende en la escuela ni rinde en el trabajo, porque su organismo no cuenta con los aminoácidos esenciales que se encuentran en los alimentos naturales de origen animal y vegetal. Y, precisamente, por ello todos y todas debiéramos consumirlos diariamente.
Al contrario de eso, la ingesta de éstos, léase carnes, leche, huevo, frutas y verduras, disminuye de manera alarmante. Cálculos oficiales de gobiernos y organizaciones como la FAO y Banco Mundial, ofrecen cifras que revelan una simetría en este tema que resulta absurda por sí misma: en México cada año se pierde alrededor de 35% de las cosechas por plagas, falta de transporte e infraestructura de comunicaciones e instalaciones para el acopio, así como por desperdicio en el consumo final.
A ello se suma que en ese mismo porcentaje ha disminuido en la última década el consumo de alimentos que constituyen la canasta básica, desplazados por la ingesta de golosinas, refrescos, frituras y pastelillos, en la misma proporción.
Con esto se reduce la producción aprovechable de alimentos a una tercera parte de lo que potencialmente debiera ser. Ello tiene dos efectos negativos para el país: uno, el campo se constriñe y los productores lo abandonan al dejar de ser una alternativa digna de vida. El otro es que con esta situación se justifica, cuando menos así lo dejan ver las autoridades, la creciente importación que ya ocupa más de 50% de ese mercado, con lo cual el país es cada vez más dependiente del exterior en materia alimentaria.
No obstante a ello, la oferta de alimentos se mantiene en niveles aceptables, aunque no accesibles para la población que percibe menos de tres salarios mínimos, porque los precios al consumidor final cada vez son más altos. Por citar un par de ejemplos, un kilo de manzana cuesta 45 pesos y uno de carne de res 110 pesos. Tres salarios mínimos suman 201.87 pesos. El caso es que en México más de 17 millones de personas, 68.3% del total de trabajadores formales, reciben de uno a tres salarios mínimos.
Pero regresemos a los productos que hacen pasar como alimentos chatarra de los que hay que decir que son ricos en ingredientes que no nutren, como grasas, almidón de maíz, jarabe de maíz de alta fructosa, melaza, grenetina, benzoato de sodio, benzoato de potasio, eritorbato de sodio, maltodextrina, carragenina, goma de algarrobo, jarabe de maíz, azul brillante FCF, tartrazina, rojo allura AC, amarillo ocaso FCF, carboximetil celulosa, fosfato disódico, nitrito de sodio, ciclamato de sodio, glutamato monosódico, entre otros ingredientes, que ya se ha señalado públicamente su incidencia en la propensión de diferentes tipos de cáncer para las personas que los consumen con regularidad.
Buscar las causas del porqué las golosinas y gaseosas han desplazado de manera tan alarmante el consumo de alimentos en la población de medianos y bajos ingresos implica atar hilos de diversos orígenes que pueden llevar a distraer la atención de las razones fundamentales de esta problemática, que bien se puede explicar a partir de dos vertientes: condescendencia ¿Complicidad? de los gobiernos, porque en esto tienen que ver los tres niveles de la administración pública; federal, estatal y municipal: con las grandes multinacionales que elaboran dichos productos, cuya única ocupación y preocupación es mantener y elevar su tasa de ganancia y el dominio de este segmento del mercado; la salud pública les importa nada.
Y aunque ya se emitieron algunas leyes para reglamentar la comercialización de dichos productos, lo cierto es que no se aplican como debiera. Además, los componentes de los mismos se mantienen inalterables, que en todo caso tanto es negativa su venta, como su contenido.
La otra razón es la mercadotecnia que sirve como herramienta para impulsar campañas publicitarias tan efectivas que dejan en la total indefensión a los consumidores que literalmente se ven obligados –por enajenación electrónica y cibernética- a comprar las golosinas, pastelillos y gaseosas, aunque de ninguna forma éstos sean más baratos que los alimentos.
Si seguimos con el ejemplo de la manzana, una pieza cuesta entre 6 y 8 pesos, mientras que una bolsa con seis donas cuesta 16 pesos. Un litro de leche (digamos de vaca) en tetrapak cuesta entre 14 y 16 pesos, mientras que un refresco de 600 mililitros cuesta 10.50 pesos. En cuanto a los nutrientes que aportan unos y otros, no hay punto de comparación, los industrializados dan calorías y conservantes, que engordan e intoxican al organismo que los ingiere, los naturales aportan vitaminas, proteína y minerales, como ya se dijo aminoácidos esenciales.
Pero, para las personas resulta más sencillo consumir los primeros por su presentación en empaques muy bien diseñados y la accesibilidad, ya que están por todas partes en tiendas y tendajones o centros comerciales y se pueden adquirir en el camino al trabajo o la escuela. Algo que no sucede con los segundos.
Inaudito
En México existe algo que se le llama “zonas deprimidas”, por no decirles como corresponde: regiones de pobreza extrema, en las que el ingreso promedio diario de una familia no llega a dos dólares diarios y están habitadas por más de diez millones de mexicanos.
Se trata de municipios completos ubicados en el desierto y semidesierto de los estados de San Luis Potosí, Zacatecas, Coahuila, Chihuahua, Nuevo León, Hidalgo y Durango. También los hay en Guerrero, Veracruz, Chiapas, Michoacán, Oaxaca, Campeche, Guanajuato, Estado de México y Yucatán.
En esos lugares, paradójicamente, una buena parte de las personas prefiere “desayunar” un refresco y un pastelillo o pan de dulce, porque con eso “agarran hartas juerzas para entrarle a la labor”, que comer algún tipo de alimento como tortilla y frijol, que por escaso prefieren dejarlo para la “comida fuerte” del mediodía. Quienes llegan a tener algunas gallinas en el corral, guardan el huevo para venderlo en los poblados cercanos y con el dinero que consiguen compran aceite o azúcar, o café, o bien lo destinan a pagar la gaseosa.
Recientemente, Alberto Curtís, presidente de la Fundación Campo, Educación y Salud, ofreció una conferencia de prensa en la Ciudad de México, en la que precisó que aun cuando nuestro país es uno de los mayores productores de frutas y verduras a nivel mundial, con 73 millones de toneladas, que tienen un valor de alrededor de 15 mil millones de pesos, el consumo per cápita es de sólo 110 gramos al día, cuando la recomendación de organismos como la FAO es de al menos 400 gramos, para conseguir una nutrición aceptable.
Para lograr esto, cada mexicano tendría que ingerir al año 88 kilos de verduras y 59 de frutas, nivel que en el mejor de los casos (que bajaran los precios y se elevaran los ingresos) se podría alcanzar hasta 2017.
Claro que de ninguna manera alcanzaría con el salario mínimo que proponen las autoridades y empresarios en el debate que han abierto para incrementarlo. Ninguna postura es mayor a cien pesos diarios y como ya se mencionó, cada persona necesita al menos dos dólares (unos 27 pesos) para cumplir con la dieta recomendada por la FAO, y una familia promedio se integra por cuatro personas.
No está de más recordar que en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en el Artículo 123, se define al salario mínimo como el ingreso que percibe un jefe de familia para cubrir el costo de alimentación, salud, educación, vestido, vivienda y recreación de toda la familia.
Los males en números
En México se producen suficientes frutas y verduras para satisfacer la demanda nacional, sin embargo, se calcula una pérdida de once millones de toneladas al año de estos alimentos por mal manejo y falta de consumo. Lo primero se deriva de la falta de inversión pública en infraestructura en el campo. Lo segundo se debe en gran medida a que la publicidad de las empresas productoras de golosinas y refrescos, ha sido cada vez más efectiva para que la población prefiera alguno de esos productos industrializados sobre los naturales.
El problema que esto ha generado se evidencia en las estadísticas oficiales que señalan que siete de cada diez adultos padecen sobrepeso y obesidad, así como 14.6% de la población infantil de entre cinco y 11 años.
Existen estadísticas que revelan que en las zonas indígenas las familias consumen, en promedio, a la semana tres litros de refresco, contra 1.5 litros de leche. En el medio rural las cantidades se equilibran y en las ciudades se invierten: 4.2 litros de refresco contra 6.5 de leche.
En cuanto al gasto que destinan para estos dos productos, en las zonas indígenas es de diez pesos para leche, contra 20 para refresco, en las comunidades rurales está equilibrado y en las urbanas es de 44 pesos para el primero y 32 pesos para el segundo.
De hecho, México es el país con mayor consumo de refresco por persona, sólo Coca Cola comercializa aquí 12% de sus ventas globales. Además, es el segundo productor de estas bebidas a nivel mundial: cuenta con 164 fábricas y alcanzó en 2004 un volumen de producción de 15,601 millones de litros, lo que llevó a un consumo per cápita anual de 148.1 litros. Se calcula que en la actualidad supera los 300 litros.
Al revisar las estadísticas históricas del consumo per cápita de los alimentos de la canasta básica, los resultados de estos es sorprendente: un ejemplo de ello es que en 1980 el consumo de frijol era de 18 kilos anuales por persona y aportaba 12% de la energía de la población y 11% de las proteínas; en la actualidad la cifra bajó a diez kilos de la leguminosa y obtiene de ella menos de 7% de su energía y 6% de proteínas.
El problema es serio y superarlo es una tarea nada fácil. Mientras se le siga apostando en México al libre mercado como el factor fundamental para el desarrollo económico, difícilmente se podrá cambiar algo que ya se posicionó como derrotero alimenticio de las clases media y baja. Se antoja una lucha salmónica, porque habrá que ir contra corriente en sentido vertical, pero no imposible. Basta con dejar la comodidad de consumir chatarras, porque ni nutren, ni son más baratas que las frutas y verduras.