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Un pueblo mágico

En Huasca, Hidalgo, hay un pueblo mágico que transformó su realidad al pasar del autoconsumo a comercializar sus excedentes…

Huasca, Hgo.- Algo importante sucede en el auditorio municipal, la gente se arremolina en la entrada, invaden parte del empedrado del arroyo y todos ven hacia el interior del galerón. Es sábado, el Sol del mediodía está por plantarse, con la severidad que le permitan las nubes blancas que invaden poco a poco el transparente azul encendido del cielo hidalguense.

Definitivamente no es un fin de semana normal. El salón de usos múltiples está repleto, los parroquianos intercambian dichos y decires, recuerdan acontecimientos y se los platican abiertamente, algunos de ellos repiten la historia ya conocida por su propia voz a los vecinos. Todo gira en torno al logro de los de El Peral.

Para llegar a esta comunidad hay que caminarle como una hora, aun cuando tiene una terracería transitable, y pues todavía no hay servicio de transporte público. A lo mejor porque sólo hay unas 80 familias campesinas, de bajos ingresos que cultivan pequeñas parcelas.

Son minifundistas de toda la vida, pero eso no obsta para que los peralteños se distingan como gente trabajadora, y sus mujeres son ejemplo en esas lides. Hace un par de años empezaron a organizarse con el auspicio del Proyecto Estratégico para la Seguridad Alimentaria (PESA), programa emanado de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que desde 2002 trabaja en coordinación con la Sagarpa y los gobiernos estatales y municipales, “para asegurar la alimentación de los más pobres de México”.

Ese es el motivo de la efusividad en el auditorio municipal de este pueblo mágico: 23 familias de El Peral ya alcanzaron la tercera etapa del PESA y a partir de ahora concentrarán sus esfuerzos en producir ya no sólo para autoconsumo, sino para comercializar excedentes que les permitan ingresos suficientes para mejorar su calidad de vida.

El esquema es sencillo, el gobierno pone el financiamiento en especie, los materiales que requiera el proyecto, y los campesinos la mano de obra.

Así lo explica doña Josefina Fernández, que en cada una de sus expresiones deja manifiesto el entusiasmo de ver con claridad un camino posible para alcanzar tan preciada meta, no sólo familiar, sino de la comunidad en la que nació y hoy la ve dirigir esos esfuerzos por el cambio, apoyada por otras señoras y mujeres jóvenes que confían en la experiencia de los años de trabajo comprometido que todo mundo por estos rumbos puede corroborar.

-Hay que madrugarle todos los días, sábados y domingos y días festivos con más razón, porque hay más trabajo- precisa doña Josefina al momento que dirige la mirada hacía su prima Lucía, como en busca de un comentario al respecto.

-¡Huy, sí! Ya por tarde a las seis de la mañana hay que tener listo el desayuno, para que alcance el día, y con todo y eso una ya se viene acostando por a’i de las diez u once de la noche. Y eso es diario.

Están tras el improvisado mostrador instalado en el interior del auditorio, en el que exhiben sus primeras mercancías: una torre de frascos reciclados llenos de mermelada de xoconostle, otro de yogurt natural “con poquita azúcar”, uno más con mermelada de piña; tres cajas con diez huevos de rancho cada una, algunas lechugas, apio, cilantro y un montón de chiles cuaresmeños. Ahí están al pie del cañón: nadie mejor que ellas saben que “al pie del amo engorda el caballo”.

-¡Ah, pero eso sí todo es orgánico!- afirma doña Josefina con el orgullo de saberse productora, junto con sus compañeras, de alimentos libres de agroquímicos y conservantes, que “tanto dañan la salud”, precisa.

-¡Son sustentables!- apura la aclaración Lucía, que es unos años más joven que su prima Josefina, y tan entusiasta como ella.

Por el momento siembran hortaliza en terrenos de 30 y 60 metros cuadrados y lo hacen con técnica, porque ya tienen riego, pues por algo aprendieron a hacer ollas de agua para captar el agua pluvial en la temporada de lluvias y trazar canales que llevan el vital líquido hasta los predios.

Dentro de muy poco tiempo, esa es la siguiente meta, estarán cultivando un macrotúnel de 250 metros cuadrados y de “a’i pa’ delante, que carajos, a reinvertir las ganancias que dejen esas cosechas, para hacer más de esos”, dice sonriente doña Josefina.

-Seguro con esto se animan los demás de la comunidad y le entran al Proyecto- considera Lucía y ve hacia su prima, como esperando la aprobación de ésta, que ya para entonces adelanta:

-Hay quienes tienen sus vaquitas, dos o tres, entonces vamos a recolectar toda la leche para hacerla yogurt y venderlo en el pueblo. Este es buen negocio, pero hay que trabajarle, pues como todo- explica.

-Por cierto –se apresura a decir Lucía- nosotras ya aprendimos a cultivar hortaliza y maíz y frijol sin necesidad de fertilizantes ni pesticidas.

-Cómo controlan las plagas– se le pregunta.

-Sembramos hierbas de olor por la orilla del terreno: orégano, romero, mejorana, epazote, tomillo, y también chiles, ajos y cebollas, y eso bien que ahuyenta las plagas.

Así, estas mujeres, de todas las edades por cierto, empiezan a trabajar, con la esperanza de mejorar su condición de vida, rayando el Sol, con los airecillos helados de la madrugada calando hondo por todas partes. A esas horas los peralteños toman el camino hacia la labor, el ánimo lo llevan nutrido con la esperanza de una buena cosecha cuando se llegue el tiempo de levantarla, y en la fuerza un fugaz desayuno les da la energía para sacarle el mayor provecho al trabajo que le entregan a su tierra, aun cuando las parcelas estén acotadas por el minifundismo que no llega a medirse por hectáreas.

Esa condición, que inserta a esta comunidad de 80 familias en las estadísticas nacionales de pobreza, y que ha sido un acicate desde todos los tiempos para los habitantes de este municipio, cuya cabecera es un Pueblo Mágico.

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JUAN DANELL SÁNCHEZ

*Reportero mexicano especializado en temas agropecuarios, indígenas, de derechos humanos y desarrollo sostenible. jdanell@hotmail.com

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